Carlos RILOVA JERICO
Si hay una característica que distingue al conocimiento histórico, más o menos popular, al Sur del Bidasoa, parece que es su afición a los resúmenes exprés y a los lugares comunes sobre determinadas épocas y personajes.
El caso de los llamados “afrancesados” —es decir, los españoles aliados a los invasores napoleónicos entre 1808 y 1813— es un buen ejemplo de dicha tendencia. Parece, en efecto, que predomina entre nosotros, más allá del mundo académico, una imagen de trazo grueso sobre ese fenómeno histórico, magnificada en las últimas décadas por novelas con pretensiones históricas.
Muy probablemente si hiciéramos una encuesta entre un público medianamente culto acerca de qué se entiende hoy y aquí, en pleno siglo XXI, por “afrancesado”, las respuestas podrían resumirse en que se trataba de españoles que ayudaron a los franceses durante la llamada Guerra de Independencia. Todo eso probablemente adornado con ideas preconcebidas —y sin contrastar históricamente— acerca de que eran españoles cultos y de ideas avanzadas, que veían en el cambio de dinastía una oportunidad para sacar de su atraso secular a España y de ahí su supuesta “traición”...
Nada de qué extrañarse, sobre todo en el caso de esa última interpretación popular —llamémosla así— sobre qué es un afrancesado, dado que esa imagen ha sido vulgarizada en novelas de autores de gran difusión, como el académico Arturo Pérez-Reverte. Concretamente en su primera obra, “El húsar”, en la que un afrancesado —un culto y digno caballero que vive en las cercanías de Madrid— da todo un discurso sobre sus razones para ser eso —un afrancesado— al protagonista de la novela y a su compañero —los húsares napoleónicos que dan título a esa obra—, cuando son acuartelados en su casa.
Antiguos bonapartistas conspirando. Ilustración para “L’Aiglon” de Edmond Rostand, (1910). Pàris. Pierre Lafitte. Ejemplar de La colección Reding.
El discurso en cuestión es justificativo. Su autor pinta a los españoles que se resisten al cambio de dinastía como, simplemente, unos bárbaros que se oponen al avance del progreso en España. Una turba de la que él sólo puede esperar las más terribles venganzas si la guerra, la maldita guerra de España como la llamará Napoleón años más tarde en Santa Elena, es perdida por esas legiones bonapartistas que, para ese personaje, encarnan la civilización y el progreso.
La confusión histórica a ese respecto en “El húsar” no puede ser mayor y la realidad que nos dibuja sobre esa misma cuestión la documentación de archivo de que disponemos no puede ser más distinta, como ya se podía vislumbrar en sólidos estudios históricos sobre ese tema firmados, hace años, por Miguel Artola, Hans Juretschke o, más recientemente, por Juan López Tabar.
En efecto, si tomamos como campo de estudio el territorio guipuzcoano entre 1808 y 1815, las sorpresas sobre qué es un afrancesado, y cuáles son las verdaderas represalias a las que se les somete, una vez que las banderas francesas son expulsadas de la Península, son continuas.
Sin ánimo de negar la existencia de casos muy relevantes como los del navarro Azanza o el vizcaíno Mazarredo, ambos afrancesados-tipo (por así llamarlos), que podrían encajar casi perfectamente con, por ejemplo, el personaje de “El húsar”, o que las represalias contra ellos —que obligan al exilio a los que no mueren antes de la derrota francesa— son reales (basta con repasar, para confirmarlo, algunos impresos del año 1820 conservados en la Biblioteca Koldo Mitxelena, como “Los afrancesados ó una question de politica”), lo cierto es que la realidad que se puede decantar de los documentos de archivo —inéditos o no— difiere bastante de la que nos describe el autor de ese panfleto, D. M. R., por ejemplo en su página 4.
Así es, basta con empezar por recurrir a otras investigaciones sobre el tema, ya realizadas hace más de una década, para percibir que acusados de afrancesamiento hubo muchos en el País Vasco pero habría que dudar de que todos —por no decir la mayoría— encajasen en el perfil que describía D. M. R. en “Los afrancesados ó una question de politica”. Tanto por lo que se refiere a lo conocidos que eran en Europa como por sus talentos o las represalias que se usaron en su contra.
Es el caso, por ejemplo, del célebre folklorista Iztueta que nos describía José Garmendia Arruabarrena en un artículo publicado en el Boletín de Estudios Históricos sobre San Sebastián en 1999. Siguiendo investigaciones previas de Jesús Elosegui, este autor nos dejaba esbozado —hasta donde podía— que Iztueta, pese a haber sido encausado por afrancesamiento —entre otros por el juez Arizpe, que también instruye la causa por la destrucción de San Sebastián en 1813—, no aparece exiliado ni tan apabullantemente represaliado que no pueda reiniciar su carrera de funcionario público —fundamentalmente en el ramo de Aduanas— tras ese pase judicial.
De hecho, en 1818, por ejemplo, lo encontramos como propietario-rentista de una vivienda en San Sebastián, curiosamente alquilada por una muchacha de origen vasco-francés que será acusada por estafas relacionadas con actos de hechicería (supuesta adivinación por medio de cartas), tal y como recogía yo mismo en otro artículo publicado también en esa revista —el Boletín de Estudios Históricos sobre San Sebastián— en el año 2001.
El caso de Iztueta no es único. De hecho, encontramos en el País Vasco, en territorio guipuzcoano, numerosos casos de posibles, y más que posibles, sospechosos de afrancesamiento o colaboracionismo con el invasor napoleónico que salen completamente indemnes —parece que ni siquiera son encausados, al menos a tenor de la documentación disponible— una vez que se constituye allí el gobierno patriota en 1813, tras la derrota francesa, y menos aún tras la restauración absolutista de Fernando VII en la primavera de 1814.
Una investigación recientemente publicada por la revista de Historia de Andoain Leyçaur en su número de este año 2014, realizada por el que estas líneas escribe y Koro Tapia Lizarraga, nos descubría que, en efecto, numerosos vecinos con cargos municipales en Andoain durante la ocupación de 1808 a 1813, no sufrieron represalia alguna. Apareciendo, de hecho, en el año 1815, en prácticamente los mismos cargos municipales que ostentaron durante la ocupación y situados, en la escala social, en puestos superiores a los de otros andoaindarras que se habían unido a las filas de los ejércitos levados contra Napoleón. Unos en calidad de oficiales de carrera, otros como voluntarios fundamentalmente en los tres batallones guipuzcoanos comandados por el célebre Gaspar de Jauregui.
Los resultados que arroja esa investigación sobre el fenómeno del afrancesamiento en Andoain no son únicos. Hay, en efecto, a lo largo del año 1815, otros casos notables de antiguos afrancesados que campan, por así decir, a sus anchas por territorio vasco, sin sufrir represalias de ninguna clase por parte del gobierno de Fernando VII, generalmente feroz —como ya sabemos por investigaciones como las de Miguel Artola, Hans Juretschke o Juan López Tabar— con los liberales y afrancesados.
Oficial de húsares franceses. División Kellermann. Fabricante Osprey-Del Prado. Pieza de La colección Reding.
De hecho, si volvemos a trabajos aparecidos en el Boletín de Estudios Históricos sobre San Sebastián, podemos descubrir en uno de los publicados en este año de 2014 —titulado “Un Waterloo para los vascos”— que la mayor parte de los que gobiernan el Ayuntamiento donostiarra en el año de Waterloo, en 1815, son o liberales, o afrancesados. Incluso puede que ambas cosas. Al menos según la encendida, e incendiaria, opinión de uno de los clérigos de la iglesia de San Vicente, Vicente Andrés de Oyanarte, que los denunciará en una carta entregada en propia mano a Fernando VII, con el que parecía estar en excelentes relaciones.
Las represalias parecen haber sido muy suaves también en este caso: que sepamos, de todos los ediles de ese Ayuntamiento, sólo el primer alcalde, Evaristo de Echagüe, será apartado del gobierno y desterrado al interior, a 20 leguas de San Sebastián —tal y como mandaba el auto judicial—, hasta Tudela...
No era el único sospechoso —y algo más que sospechoso— de afrancesamiento y/o Liberalismo que se había paseado hasta entonces a plena luz en las plazas públicas guipuzcoanas. Parte de las tropas destinadas a esta área fronteriza en ese mismo año de 1815, para prevenir un posible regreso de Napoleón y, de paso, cumplir los acuerdos que España tenía suscritos con la Séptima Coalición antinapoleónica organizada tras la fuga del “Ogro corso” de la isla de Elba, procedían de unidades antes leales al gobierno napoleónico impuesto en España en 1808.
En efecto, si consultamos documentación municipal guipuzcoana que alude al desplazamiento —y costosa manutención— de esas tropas en esa frontera durante el año de 1815, descubrimos entre ellas al regimiento Imperial Alejandro.
Éste se había formado con soldados y oficiales españoles huidos de las filas napoleónicas durante la campaña de 1812. Muchos de ellos del regimiento llamado José Bonaparte, integrado por militares que habían aceptado al hermano del emperador como rey legítimo.
Tal y como nos cuenta Luis Reyes en un artículo publicado por la revista “Tiempo” en 24 de julio de 2012, esas unidades serán recibidas con los brazos abiertos por las autoridades rusas que, junto con las españolas, las “reciclarán” para la causa patriota primero y absolutista —como ocurre en 1815— después.
Favor que ellos devolverán lealmente en ese año de Waterloo... invadiendo junto a otros regimientos españoles territorio vasco-francés para restaurar a Luis XVIII a finales del verano de 1815, dándonos así un, de momento, último valioso dato sobre dónde estarían los limites de las represalias contra los afrancesados a partir de 1813. Al menos en el escenario vasco.
Uno en el que, como vemos, se representa una situación que dista mucho, para muchos afrancesados o juramentados vascos —o residentes en territorio vasco—, del padecido por nombres célebres como Mazarredo o Azanza y nos ayuda —o debería ayudarnos— a completar, un poco más, lo que sabemos sobre el fenómeno histórico de aquellos llamados “famosos traidores”.
Fotografía inicio: Soldados del regimiento José I. Reconstrucción de la batalla de Vitoria 1813-2013. Foto del autor
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